Hace unos años con un grupo de sacerdotes tuve ocasión de peregrinar por la denominada “Ruta de S. Pablo”. Entre otros sitios visitamos la ciudad de Iconio en Turquía, una de las comunidades cristianas, visitadas y fundadas por Pablo y Bernabé
Nunca olvidaremos la penosa y deprimente impresión en ella recibida. En esta moderna ciudad, había esbeltas y suntuosas mezquitas edificios religiosos. Como vestigio del pasado solo quedaba una humilde iglesia católica, sin sacerdote. Estaba atendida por dos religiosas italianas, a las que se tenía terminantemente prohibido todo proselitismo. Ni dar catecismo, ni tener una escuela, ni realizar ninguna manifestación de su fe católica. Espiadas, marginadas y controladas día y noche por la autoridad.
Allí no valía lo de “los derechos humanos, lo de la libertad religiosa, lo de la alianza de civilizaciones o lo del pluralismo religioso”, temas tan cacareados en Europa. Nada de ayudas, a no ser las limosnas de los peregrinos católicos o lo recibido de fuera.
La verdad se nos cayó el alma a los pies al comprobar el grado de marginación de nuestra religión y la heroicidad de aquellas dos religiosas que, por su voto de obediencia permanecían fieles testigos de su fe, en un mundo hostil como era el del Islam.
Aquí radica mi perplejidad: ¿Cómo el Vaticano, las autoridades religiosas de todas las naciones de mayoría cristiana, cómo todos los obispo de España, y los fieles en general, no levantan su voz y ponen el grito en el cielo, por la descarada e injusta persecución, muertes, marginación y toda clase de atropellos, que sufren los misioneros y los hermanos cristianos en todo el mundo, en tantos países islámicos?
No creo en la propaganda falaz, en el blá, blá de los políticos y en la tarea de los Organismos Internacionales, mientras no pongan remedio a esta injusta situación de discriminación que clama al cielo.
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